Introducción: Tres heridas abiertas en torno a la religión
No estoy intentando destruir la religión. Tampoco defenderla. Lo que quiero —o tal vez lo que necesito— es entenderla.
Abrirla. Respirarla. Resolver, en la medida de lo posible, ese nudo profundo que lleva siglos enredado entre fe, poder, historia y verdad.
Estas reflexiones nacen sobre todo desde mi relación con el cristianismo católico, porque es la tradición que más cerca he vivido. No soy teólogo, ni pretendo serlo (aún). Pero algo en mí no deja de hacer preguntas. Y aunque muchas de estas preguntas se dirijan al cristianismo, sospecho que también tocan fibras comunes a otras religiones monoteístas.
Hasta ahora, he identificado tres puntos, tres heridas, que me resultan imposibles de ignorar.
Dualidad Perpetua.
O el bien y el mal como verdades absolutas
Hay algo profundamente inquietante en la idea de que existe un bien y un mal universales, objetivos, fijos, y que el ser humano —en su fragilidad, en su historia, en su carne— es capaz de distinguirlos sin contaminar esa visión con sus propias heridas, prejuicios o temores.
Sin embargo, ¿cómo puede un ser profundamente limitado —condicionado por su contexto, sus emociones, su historia personal, sus necesidades materiales— acceder realmente a una verdad moral absoluta?
Me parece que esta suposición ignora la fragilidad humana, nuestras proyecciones inconscientes, nuestros sesgos y mecanismos de defensa. Pretender que podamos legislar o actuar desde una moral universal inmutable es, en cierto modo, un gesto de soberbia epistemológica.
¿De verdad creemos que alguien puede hablar en nombre del bien puro? ¿Del mal absoluto?
¿Que nuestras leyes, nuestras guerras, nuestras instituciones religiosas han nacido de una visión limpia, neutra, trascendente?
Yo no lo creo. No puedo creerlo. Porque el ser humano es complejo, contradictorio, limitado. Y toda moral que se presenta como «revelada» pero que niega ese límite, me parece más un reflejo de miedo que de sabiduría. Más una necesidad – o estrategia voluntaria, para quien prefiera la visión de un complot – de control que un gesto de compasión.
Reglas Intocables.
O el temor a actualizar nuestra interpretación de las escrituras.
El segundo punto tiene que ver con la enorme resistencia que solemos oponer a la actualización o reinterpretación de escrituras y doctrinas religiosas. Hay un miedo implícito a que, si tocamos esos textos, los desvaloricemos. Como si el hecho de releerlos, de cuestionarlos, les quitara su poder o su verdad. Pero yo creo todo lo contrario: el verdadero valor de un texto sagrado está precisamente en su capacidad de hablarle a distintas generaciones, en distintos contextos, a través de nuevas lecturas.
¿Acaso no es el amor lo que nos lleva a hacer preguntas?
¿Acaso no es el verdadero respeto lo que nos invita a releer, a confrontar, a crecer junto a lo que amamos?
Así como aprendemos con los años a ver a nuestros padres con ojos más humanos —ni dioses ni demonios, simplemente personas con sus luchas, con sus errores, con sus decisiones hechas desde el miedo o desde el amor—, creo que también podemos mirar así a quienes escribieron, interpretaron y divulgaron los textos sagrados. Gente que vivió en otros siglos, en otros cuerpos, con otras urgencias. Personas con sus propias estrategias para ser escuchadas, para sobrevivir tanto ellas como el mensaje que buscaban compartir. Por más conectados que hayan estado con lo divino, a través del estudio, de la meditación y hasta la iluminación, seguían siendo humanos. Y por eso mismo sus palabras necesitan respirarse con humanidad, con conciencia de contexto, con una ética del presente. Su forma de ver el bien y el mal, el cuerpo, el poder o la justicia, estaba inevitablemente atravesada por sus circunstancias. Reconocer esto no invalida lo que escribieron, pero nos obliga a leerlo con discernimiento.
Incluso el centro mismo del cristianismo, Jesús, es una figura que revela esta tensión: el hecho de que se encarnara como hombre no es casual. En ese tiempo, en ese lugar, era la única forma en la que podía ser escuchado. Probablemente nadie habría seguido a una mujer de la misma manera en que siguieron a Jesús. Nadie habría creído en una niña. Incluso lo divino, para manifestarse en la historia humana, tuvo que ajustarse a sus códigos culturales. Y eso nos dice mucho sobre la necesidad de entender los límites de cada época. De leer lo eterno desde lo temporal.
Premio y Castigo.
O el cielo y el infierno como destinos fijos
Y por último está este otro tema que me ronda hace años: la forma en que la religión nos plantea el destino del alma. Naces. Vives. Muere tu cuerpo. Y tu alma, entonces, va al cielo o al infierno. Como si la existencia fuera un único viaje, con dos estaciones posibles al final. Un premio o un castigo. Blanco o negro. Luz o sombra. Pero esto no refleja la experiencia cíclica, espiral y compleja de la vida y la naturaleza. Y, ante todo: bajémosle a los juicios morales.
¿Dónde queda el proceso?
¿Dónde queda el ciclo, el ritmo natural de todo lo que vive?
Mucho se ha dicho sobre el cielo y el infierno. Se los suele presentar como destinos definitivos: un alma vive su vida, muere, y va a uno de esos dos lugares. Pero yo no puedo sentir esa imagen como verdadera. No me habla. No me incluye. No refleja lo que intuyo en la naturaleza misma de la existencia.
Siento que cielo e infierno no son lugares ni castigos ni premios. Son formas de experimentar la próxima etapa del alma. Son consecuencias naturales, no éticas, de cómo nos hemos vinculado con nosotros mismos, con los demás, con la vida.
No hay un estado “mejor” o “peor”. Hay experiencias distintas. Algunas personas cultivan una mayor conexión consigo mismas, con sus emociones, con el mundo que las rodea. Otras no lo hacen, y no por maldad o negligencia: simplemente viven desde otro lugar. Tal vez buscan intensidad, desafío, vértigo, contraste. Tal vez lo hacen por necesidad o por impulso. Y eso también es válido.
Lo que cambia no es el “valor” del alma, sino el tipo de entrenamiento práctico que cada quien ha realizado. Es como si una persona entrenara su cuerpo para una carrera, y otra no. Ninguna de las dos vale más que la otra. Pero, si un día ambas deciden escalar una montaña, probablemente vivan la subida de manera distinta. No porque una esté “mal” y la otra “bien”, sino porque sus cuerpos se han preparado de formas diferentes. Y esa diferencia se siente. Eso es todo.
No hay culpa. No hay premio. No hay castigo. Solo consecuencias prácticas.
Así, el “paraíso” puede entenderse como una próxima experiencia en la que las cosas fluyen con mayor facilidad, no porque “te la ganaste”, sino porque desarrollaste herramientas internas que permiten navegarla con menos fricción. El “infierno”, en cambio, puede ser una etapa más densa, más caótica, no como penitencia, sino simplemente porque todavía hay cosas que no reconociste, que no comprendiste, o que elegiste postergar. Y eso también está bien.
Todo es parte del proceso. No hay un solo camino válido. Algunas almas buscan claridad, otras buscan conflicto. Algunas van hacia dentro, otras hacia fuera. No se trata de obligar a nadie a «despertar», ni de juzgar a quien prefiere no hacerlo. Lo importante es recordar que, como en todo entrenamiento, cada quien lidia con la vida desde las herramientas que eligió (o no eligió) desarrollar.
Conclusión: Hacia un nuevo lenguaje de lo sagrado
No escribo esto para convencer a nadie, ni para proponer una doctrina alternativa (aún). Lo único que traigo y propongo aquí es una necesidad honesta de hacer preguntas. De pensar la Fé como algo que respira, que cambia, que se deja tocar por la vida.
Sigo creyendo que hay algo profundamente valioso en lo espiritual, en lo simbólico, en la búsqueda de lo invisible. Pero también creo que es tiempo de revisar los lenguajes con los que nombramos lo sagrado. Porque un lenguaje que no se actualiza, que no se deja atravesar por la experiencia humana, acaba por volverse cárcel en vez de camino.
No hay mapa perfecto. No hay doctrina sin grietas. Pero quizás —solo quizás— lo más divino que podemos hacer es mirar esas grietas sin miedo. Y atrevernos a caminar por ellas, aunque no sepamos todavía a dónde nos llevan.
Si llegaste hasta aquí, me encantaría saber tu opinión en los comentarios. Cuéntame de ti, de tus creencias, de lo que sentiste leyendo esto. Charlemos un poco, así sea como puro ejercicio y deleite de nuestra mente-espíritu.